Si nada sobra en el mundo, nada tiene que sobrar en la obra.

Un pincel de mercurio ante un termómetro de color. Un objetivo es cualquier cosa que se plantee seriamente, todo croquis tiene un fin, un plan que guía la masacre plástica expandida entre el terreno conceptual y cualquier mancha roja, cómoda y despistada, raptada por la estrategia, el método y la técnica para ser corrompida.

Estoy frente a uno de sus cuadros, viajo a un tiempo lejano, los azules se solapan sin discutir, en otoño, en el verano privado del recuerdo, al final del calor desértico, amarillo lunar y solitario, enganchada a una serenidad tan sabia que me es ajena y me seduce sin descanso, rodeando a Grecia, formada en busto y con seguridad humana, con la certeza de tener siempre la confusión enmarcada, sin extravagancias estáticas, ocho notas, tranquilas y estructuradas, las tiene siempre de fondo, me digo, son su primer plano y la espesa gota de color que hay en la izquierda, y me alejo un poco, ése es el medio para gritar sin hacer ruido y vivir en armonía.

Fuera del marco, los objetivos son otros.

Ella sonríe, siempre sonríe plenamente antes de la inmersión en la vida real, donde al contrario que en el arte, la belleza y la miseria se presentan sin escisión alguna y decide dejar para otros momentos más sofisticados eso de la satisfacción plena y a medida para seguir a pie de calle la batalla de la supervivencia diaria, comer, decidir y no desquiciarse en cada esquina, entre la basura arquitectónica y los derrames patológicos de insensibilidad.

Uno de esos días, al terminar sus clases de dibujo, empezamos a discutir sobre la intuición, ella me dijo que la sistematizaba, como se sistematiza la estupidez, comentó, igual igual, y me identificó a Hamlet ahorcado desde el quinto puente que une su barrio con el resto de Donosti, y señalando la digna locura con el dedo, dijo que las concesiones de patetismo vulgar eran la condena de la moderna alfabetización, del nuevo mundo, que a duras penas se diferenciaba del anterior más que en su brillo, ese brillo tecnológico.

No hay justificación alguna para la falta de gusto más que la desgracia y sólo la capacidad de advertir lo interesante en una simple curva, esquinada como trivial en el tugurio más desolado hace que, después de tanto dibujo y tanto dominio de los colores, construya el mundo con cuatro líneas y una reducida gama de color, sombreando lo humano desde la incertidumbre del cuento, depurándolo desde la sensación estética que siempre vela por el gusto, autónomo desde el XVIII y enamorado de ella desde el XX.